NOTA IMPORTANTE: El
siguiente artículo es un relato de mi adolescencia. Lo escribí con un toque de
imaginación.
“Vuela, Eliana, vuela”,
me dijo Kathy uno de los días más especiales e importantes de mi vida. Ella
nunca pudo caminar. Nunca supe por qué. No le gustaba hablar sobre ese tema. A
sus padres tampoco. Yo nunca le pregunté porque sabía que prefería no responder
esa pregunta. Imaginaba que era algún problema de nacimiento. La recuerdo
siempre en su silla de ruedas o acostada en su cama. “Eliana, tú eres mi única
verdadera amiga”, susurró aquella tarde triste, nublada y nostálgica. Ambas
sentíamos un vacío en nuestro interior. Todavía recuerdo perfectamente la
melodía de su voz, a pesar de los años.
Kathy era mi vecina y mi
amiga. Éramos dos mujeres adolescentes, luchando contra muchos obstáculos y
dificultades. Ella en su silla de ruedas, y yo rodeada de una cultura árabe
represiva. Vivía detrás de mi casa, en la urbanización Colinas de Los Ruices,
en mi adorada Caracas. En ese lugar tan especial pasé casi toda mi
adolescencia. Allí tuve mi primer novio, allí vi a mi esposo por primera vez, y
allí conocí la verdadera amistad con Kathy.
Todos los días, alrededor
de las cinco de la tarde, cuando ya había terminado de hacer mis tareas,
trepaba el muro del patio trasero de mi casa, bajaba la colina corriendo,
atravesaba todo el jardín, hasta llegar a su cuarto. “Kathy, ¿qué quieres hacer
hoy?”, preguntaba mientras acariciaba su cabello y besaba su mejilla. “Lo mismo
de todos los días. Leer un cuento, soñar, volar y correr”, siempre respondía.
Ustedes se preguntarán: “¿cómo corre alguien que no puede caminar?”. Pues…
Kathy corría. Corríamos y volábamos juntas.
En su cuarto, leíamos
cuentos y soñábamos despiertas con los personajes. Con Kathy fue la primera vez
que soñé con ser escritora. “Quiero ser escritora”, dije hacia mis adentros.
Nunca repetí esas palabras en voz alta, hasta después de muchos años.
El día que aprendí a
volar lo llevo grabado en mi corazón. Cada instante de ese momento. Cada
palabra está escrita en mi sangre. No fue nada fácil. Me tomó tiempo lograrlo.
Todos los días lo intentaba. “Vas bien, Eli. Pronto lo lograrás”, me decía.
“Kathy, volar es muy difícil. No sé cómo puedes. Tienes que decirme cuál es tu
secreto”, le decía cada vez que fracasaba en el intento. “Tu mente, alma y
corazón encontrarán el secreto. Si te lo digo nunca será igual. Cierra los
ojos”. Los días pasaban y pasaban, yo cerraba los ojos y no lo lograba. “Quiero
volar", repetía una y mil veces dentro de mí.
Un día, frustrada de
tanto intentar, al ver a Kathy cerrar sus ojos, le pedí que tratara de
describir con palabras cómo se sentía estar allá arriba, en el cielo, con los
pájaros, las nubes… “Es algo indescriptible. No existen palabras que puedan
explicarlo”, dijo sonriente. “¿Puedes tratar? Porfis”, supliqué. “Bueno. ¿Cómo
te explico? Sientes todo el poder de Dios recorriendo tus venas”, terminó
diciendo justo antes de emprender su vuelo. Nunca podré olvidar esas hermosas
palabras. Ese día, había corrido sobre las nubes como nunca. Era la parte que
más le gustaba de volar: correr por las nubes.
El día preciso, el
momento correcto, cuando estaba lista, aprendí, por fin, a volar. Cerré los
ojos como de costumbre, pero ocurrió algo diferente. Pude ver con total
claridad, con los ojos cerrados, una parte de mi cuerpo que nunca había visto,
y no sabía que tenía: mis alas. Pude ver mis alas. Eran hermosas, perfectas, lo
más bello que había visto en mi vida. Eran alas invisibles, pero tan reales
como cualquier otra parte del cuerpo. “Kathy, tengo alas. Las puedo ver”, le
dije al abrirlas por primera vez. “Vuela, Eliana, vuela”.
Ese día volé alto, tan
alto que recorrí toda nuestra galaxia, los planetas y sus lunas. Volé por las
estrellas, hasta llegar a mi favorita, la estrella que nos llena de vida: el
Sol.
Dios nos creó con alas.
Todos nacemos con ellas y son invisibles por una razón, para que aprendas a
volar. Para que aprendas a usar una de las cosas que más ayuda a la evolución
de la humanidad: la imaginación.
En mi caso fue difícil
aprender a volar. No había podido ver mis alas porque me las habían cortado,
varias personas, durante mi camino, pedacito por pedacito. Pero volvieron a
crecer y ese día, por fin las pude ver. Nuestras alas se regeneran, nunca,
nunca, nunca dejan de crecer. Crecen incluso después de la muerte.
Después de ese día,
muchas personas cortaron mis alas de nuevo, pero siempre volvían a crecer,
hasta que logré la fuerza necesaria, y las amé tanto que nunca más permití que
nada ni nadie volviera a cortarlas.
Con el paso del tiempo,
el destino nos separó. Kathy y yo tuvimos que recorrer caminos diferentes;
volar, correr, caer, levantarnos y continuar luchando.
Gracias, querida amiga,
por ayudarme a ver mis alas. Gracias, por mostrarme la amistad verdadera.
Gracias, por enseñarme que aun siendo inválida se puede correr. Donde quieras
que estés, sé que mi alma te visita de vez en cuando, pues siempre estás en mi
corazón. ¡Que Dios te bendiga! ¡Qué suerte haberte conocido!
CON PASIÓN Y SIN MIEDO:
Nunca es tarde para aprender a volar. No dejes que nadie corte tus alas. Pero
si en algún momento, alguien logra cortarlas, sé paciente, con el tiempo
volverán a crecer, y eso te dará la fuerza para protegerlas. Vuela, vuela,
vuela alto.
“Eliana, ahora te toca a
ti describir que sientes al volar”, me dijo Kathy en uno de mis sueños. “Siento
como si Dios me mirara directamente a los ojos y me transmitiera todo su amor”.