sábado, 15 de septiembre de 2018

¿SERÁ QUÉ HAY ALGO MALO EN MÍ?








“¿Será que hay algo malo en mí?”, le pregunté a mis padres en aquella fría sala de espera. Exactamente dos semanas antes había tenido uno de los días más duros y difíciles de mi vida. Era una niña, cursaba segundo grado de primaria. Cada vez que era mi turno de leer en voz alta, me levantaba del pupitre avergonzada, con el corazón a punto de explotar. Comenzaba a leer tartamudeando, confundiendo letras y palabras. Mis compañeros se reían de mí, podía escuchar claramente el murmullo de varios de ellos: “Eliana es una burra”. Quería morirme, desaparecer del salón de clases. Sin embargo, siempre lograba retener mis lágrimas hasta el final. Mi maestra, al notar que me estaba costando trabajo leer y escribir correctamente, mucho más trabajo que al resto de mis compañeros, decidió citar, con carácter de urgencia, a mis padres. “¿Será que hay algo malo en mí?”, me pregunté a mí misma por primera vez.

“Señor y señora Habalian, estoy muy preocupada por su hija.  Creo que tiene disfunción cerebral”, les dijo la maestra. “¿Cómo se atreve a decir eso de mi hija?”, preguntó mi madre molesta. Cuando llegué a casa esa tarde, me encerré en mi cuarto hasta el siguiente día. “Pero si yo no soy una burra, ¿por qué no puedo leer y escribir como el resto de mis compañeros? ¿Será que hay algo malo en mí?”, me pregunté frente al espejo.

“Su hija no tiene nada de eso que dijo esa maestra. Es una niña muy inteligente. Sugiero que la cambien de colegio”, les dijo el psicopedagogo infantil a mis padres cuando terminó la evaluación que determinaría si tenía o no disfunción cerebral.

Meses después por fin aprendí a leer y escribir correctamente, aunque en ocasiones seguía invirtiendo algunas letras y palabras. Cuando terminé la primaria, mis padres, al ver que nunca pude adaptarme, decidieron cambiarme de colegio.

Estaba tan contenta camino a mi nuevo colegio. Era el primer día de clases del primer año de la secundaria. Era un colegio enorme, mixto y de monjas. Mi adolescencia apenas comenzaba. Cada rincón de él estaba impregnado con las hormonas de cientos de adolescentes eufóricos por vivir nuevas aventuras cada día.

“¿Será que hay algo malo en mí?”, volví a preguntarme al sentir el rechazo de algunas de mis compañeras de clases. “Te envidian porque casi todos los chicos del salón están enamorados de ti. Es que eres muy bonita, apasionada y atractiva”, me dijo mi única amiga al verme tan triste esa mañana. “Pero yo no tengo la culpa de eso”, le contesté con una gran decepción.

Fue en mi adolescencia cuando comencé a sentir una energía sensual dentro de mí, una parte muy importante y especial de mi esencia, pero en ese momento pensé que era algo malo. “Sí, puede ser que exista algo malo en mí”, dije respondiendo la pregunta que siempre me hacía. Trataba de ocultarlo para no sentirme rechazada dentro del colegio, y fuera de él, para no decepcionar a la cultura árabe represiva que me rodeaba (incluyendo a algunos miembros de mi familia que me hacían sentir que todo lo que hacía estaba mal). En ese momento desconocía que la sensualidad era una energía imposible de ocultar.

Aquel día horrible, humillante y oscuro, al salir del colegio, un chico que nunca había visto, pues no asistía a mi colegio, vino corriendo hacía mí y golpeó fuertemente mi estómago, dejándome sin aire. Caí desmayada sobre aquel rugoso piso de concreto. Mi madre, que estaba esperándome frente a la entrada de la escuela, corrió hacia mí. “¡¡¡Auxilio!!! ¡¡¡Auxilio!!! ¿Cómo alguien fue capaz de hacerle esto a mi hija?”, gritó como nunca. Escuché aquellos desesperados gritos en el momento que comencé a recobrar mis sentidos. Cuando abrí los ojos, personas murmurando entre ellas me rodeaban. Algunas de las chicas riéndose de mí, sintiendo placer por lo que me había ocurrido. “¡Mami! Sácame de aquí. Llévame a casa”, supliqué.

Nunca me había sentido tan humillada e indignada. Me sentía tan avergonzada que no pude ver a nadie a los ojos durante varias semanas. Tenía miedo de ir al colegio. Mis padres estaban decididos a averiguar quién era ese chico y por qué me había golpeado. “¿Será que hay algo malo en mí?”, me preguntaba una y otra vez.

A los pocos días supimos que había sido un conocido de una de mis compañeras. Ella le había pedido que me golpeara porque su novio, a quien yo solo conocía de vista, al terminar su relación con ella, le confesó que estaba enamorado de mí, y que su deseo era quedar libre para poder conquistarme.

Fue en ese momento cuando mis padres tomaron la decisión de cambiarme nuevamente de colegio, a uno únicamente para mujeres, el mejor colegio del mundo: “Los Arrayanes”. El que me abrió sus puertas con amor y comprensión, el que me valoró como mujer, brindándome la oportunidad de poder ser yo misma sin sentirme juzgada.

Poco tiempo después, una mañana, en la oficina de un oftalmólogo, mientras me hacían un chequeo rutinario de la visión, me enteré de algo que aquel psicopedagogo infantil años atrás no logró diagnosticar. “Eliana, ¿Sabías que eres disléxica?”, me preguntó en el momento que terminé de leer las letras que estaban frente a mí. Había escuchado esa palabra antes, pero no estaba muy clara de su concepto. “¡Claro! ¡Soy disléxica! Ya entiendo”, dije con una risa incontrolable cuando terminó de explicar detalladamente en qué consistía. Muchas cosas tuvieron sentido ese día.

Al fin supe por qué me había costado tanto aprender a leer y escribir. Por fin supe por qué confundía e invertía las letras, porque era disléxica.

Durante mucho tiempo esa fue una de las excusas que me impuse a mí misma para posponer mi sueño de ser escritora. Pero un día mágico, decidí hacerlo realidad. Luché, luché y luché hasta conseguirlo.

Gracias a todos los que me ayudaron a darme cuenta de que no había nada de malo en mí. Simplemente era yo luchando por ser yo misma.

Con pasión y sin miedo: era, soy y siempre seré exactamente como el amor de Dios me creó: imperfectamente perfecta. Amo cada parte de mí. Amo mi dislexia porque ella me enseñó que no existen excusas, que puedes vencer cualquier obstáculo para hacer los sueños realidad. Amo, amo, amo mi sensualidad, esa natural y hermosa parte de mi esencia, mi más poderosa energía, porque ella soy yo, y yo soy ella, juntas hacemos lo que más amamos: escribir con pasión y sin miedo.

Nota importante para todos los padres: a veces un cambio de colegio es necesario.